En el transcurso de este año, las entradas de mi blog The Archdruid Reporthan intentado perfilar la trayectoria seguida por el imperio global estadounidense y analizar las razones de por qué ese devenir es probable que se interrumpa de modo repentino en un futuro cercano. Para sacar el asunto del ámbito de la abstracción y situarlo en un contexto histórico concreto, he regresado a la caja de herramientas de la ficción narrativa, y este y los siguientes cuatro posts esbozarán un posible escenario de la derrota imperial y el colapso de los Estados Unidos de América. La trama transcurre en algún momento no especificado de las siguientes dos décadas; probablemente sea necesario decir desde el principio que este no es el modo en que yo pienso que el fin del imperio estadounidense ocurrirá, sino simplemente una de las maneras en que podría ocurrir; se trata, pues, de un modelo que puede ayudar a exponer algunos de los puntos débiles de la autoproclamada hiperpotencia,que actualmente se encamina tambaleante hacia el vertedero de la historia.
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La noticia del último descubrimiento de petróleo en aguas profundas en Tanzania interrumpió el letargo de un soporífero sábado del mes de marzo. Treinta años atrás, un hallazgo de la misma magnitud habría ocupado dos columnas en las últimas páginas de unos pocos periódicos prestigiosos, pero los tiempos habían cambiado mucho. En un mundo sediento de petróleo, lo que décadas atrás se hubiera considerado un hallazgo modesto, esta vez mereció grandes titulares.Ciertamente, la noticia causó un gran revuelo en el Ala Este de la Casa Blanca, donde el presidente y sus consejeros mantuvieron esa noche una reunión convocada con carácter de urgencia.—Los chinos están a punto de hacerse con el yacimiento —dijo el secretario de Energía—. Tienen a Tanzania en el bolsillo y hay gente de la CNOOC [la CNOOC, la Corporación Nacional China de Petróleo en Aguas Profundas, era la empresa estatal que lideraba la búsqueda china de petróleo en el extranjero] tanto en la zona del yacimiento como en Dar es Salaam.—Está lo bastante cerca de aguas keniatas…—De ninguna manera, señor presidente. Está a doscientas millas náuticas de la zona en disputa, y Nairobi no quiere repetir el último enfrentamiento militar con los tanzanos.—Maldita sea, necesitamos ese petróleo. —El presidente se dio la vuelta y se dirigió a la ventana.Estaba en lo cierto, por supuesto, y al decir que “necesitamos” ese petróleo no se refería solamente a Estados Unidos. Jameson Weed [en inglés, weed significa “hierbajo”, y referido a personas, “pelele”; n. de los t.] llegó a la Casa Blanca el mes de noviembre anterior con una campaña centrada casi en exclusiva en la promesa de sacar a Estados Unidos de su prolongada depresión económica, cada vez más acentuada. Conseguir para el país que aumentara el volumen del petróleo que importaba era la clave para cumplir dicha promesa, pero era más fácil decirlo que hacerlo; tras lo que quedaba de la cortés ficción de un libre mercado petrolero, la mayor parte del crudo que cruzaba las fronteras nacionales lo hacía con arreglo a acuerdos políticos entre los países productores y países compradores lo suficientemente fuertes y ricos como para competir. Por entonces, era cada vez más frecuente que Estados Unidos quedara al margen de tales acuerdos, y el impacto de esa realidad en la próxima campaña para la reelección de Weed era algo que todos los que se encontraban en la estancia tenían muy presente.—Hay otra opción —dijo la consejera de Seguridad Nacional—. Un cambio de régimen.El presidente Weed regresó desde la ventana para verles la cara a los demás. El secretario de Defensa se aclaró la garganta.—Tarde o temprano —dijo— los chinos se van a plantar y van a luchar.La consejera de Seguridad Nacional lo miró con desprecio.—No se atreverán —argumentó—. Saben quién manda en el mundo, y, de todas formas, Tanzania está demasiado lejos de sus fronteras para la capacidad de proyección de su poder militar. Se echarán atrás como lo hicieron en Gabón.El presidente posó su mirada en uno y otra.—Es una opción —dijo—. Quiero un plan detallado en mi escritorio en dos semanas.
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Los cambios de régimen no eran tan sencillos como solían serlo en el pasado. Esa era la conclusión a la que se llegaba en las conversaciones mantenidas en las salas de juntas del Pentágono y del cuartel general de la CIA en Langley a medida que el plan iba tomando forma. Atrás habían quedado los días de las “revoluciones de colores”, cuando unos pocos miles de millones de dólares canalizados a través de ONG en manos de empresas privadas podían comprar un levantamiento masivo y sembrar el pánico en un gobierno incauto hasta provocar su caída. Las estrategias de segunda generación que tan bien funcionaron en Libia y en media docena de otros países —respaldando el alzamiento urdidocon mercenarios, fuerzas especiales y una zona de exclusión aérea— dejaron de hacerlo una vez que los gobiernos bajo amenaza dieron con la manera de combatirlos con eficacia. Ahora, completar la tarea de reemplazar un gobierno poco amistoso por otro obediente solía requerir el despliegue de tropas terrestres con apoyo aéreo.Aun así, a esas alturas ya era un trabajo rutinario, y los oficiales encargados de él diseñaron el plan satisfactoriamente en las dos semanas que el presidente les había dado. Unos pocos días después, cuando regresó aprobado y firmado, la maquinaria se puso en movimiento. El dinero fluyó hacia organizaciones tapadera de la CIA a lo largo y ancho de toda África oriental; espías en Tanzania comenzaron a reclutar a personas ambiciosas, insatisfechas e idealistas para formar los cuadros que organizarían y liderarían el levantamiento; en todos lados, se contrató a mercenarios y la habitual maquinaria propagandística se puso en acción. El gobierno de Kenia, el Estado clientelar más vinculado a Estados Unidos, recibió todo tipo de amenazas para que aceptara la presencia de tropas estadounidenses en su frontera con Tanzania, y un tercer grupo de portaaviones fue movilizado y enviado para que se uniera a los dos ya desplegados en la zona.Al gobierno de Tanzania solo le llevó unas pocas semanas darse cuenta de que su reciente golpe de buena suerte lo había puesto en el punto de mira del poder estadounidense. Una tarde a comienzos de mayo, tras un detallado informe del jefe de los servicios de inteligencia, el presidente tanzano convocó al embajador chino a una reunión secreta y le dijo con franqueza: “Si nos abandonan ahora, estamos perdidos”. El embajador solo le prometió transmitir el mensaje a Beijing, pero no solo lo hizo a los pocos minutos de regresar a la embajada, sino que adjuntó una detallada y urgente nota informativa redactada por él mismo.Tres días después, una docena de hombres se sentaron alrededor de una mesa en una sala de conferencias en Beijing. Un miembro del personal sirvió té y desapareció. Después de una hora de discusión, uno de los presentes en la reunión dijo: “¿Qué frase utilizan los americanos? ¿‘Trazar una línea en la arena’? Propongo que estos son el momento y el lugar precisos para hacerlo”.Un suave murmullo de asentimiento recorrió la mesa. En los días siguientes, un grupo muy distinto de funcionarios elaboró una serie muy diferente de planes.
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El puerto de Dar es Salaam, la ciudad más grande del país, era un hervidero, atestado de petroleros que transportaban oro negro hacia China y sus aliados, y de buques portacontenedores que suministraban mercancías de todo tipo, la mayoría chinas, a la pujante economía tanzana. En medio del ajetreo, nadie le prestó mucha atención a la llegada de una serie de contenedores comunes y corrientes procedentes de puertos chinos, que fueron descargados de portacontenedores de lo más normal y trasladados en camión a media docena de discretos polígonos ubicados a lo largo de la costa entre Dar es Salaam y la septentrional ciudad portuaria de Tanga. Los agentes de la CIA que estaban vigilando en busca de indicios de una respuesta china no se percataron en absoluto de su presencia.Aparte de eso, el número de contenedores enviados a Tanzania y media docena de otros estados clientelares de China en África había aumentado levemente; no lo suficiente para levantar sospechas, pero, por entonces, en Estados Unidos nadie sabía exactamente cuántas empresas africanas se estaban enfrentando a retrasos inesperados en la recepción de las mercancías chinas que habían encargado, de modo que otros cargamentos ocuparan el espacio que les habría correspondido a ellas. Asimismo, en Estados Unidos nadie se preocupó demasiado tampoco por el creciente número de jóvenes chinos que viajaron en avión a África durante los cuatro meses anteriores al comienzo de la guerra. Los servicios de inteligencia estadounidenses sí que los detectaron, y su llegada alentó un breve debate en Langley: eran observadores militares que se encontraban allí para espiar la tecnología militar norteamericana, insistió una facción de los consejeros de inteligencia; eran asesores militares, sostuvo otra facción, para asesorar al ejército tanzano contra las fuerzas estadounidenses que ya se estaban concentrando en Kenia.Ninguna de las dos facciones estaba en lo cierto. La mayoría de aquellos jóvenes de pocas palabras se dirigieron a los polígonos de contenedores entre Dar es Salaam y Tanga, donde montaron, probaron y pusieron a punto su contenido. Mientras tanto, a miles de kilómetros de distancia, la fuerza aérea del Ejército Popular de Liberación trasladó seis brigadas, equipadas con algunos de los cazas más avanzados desde el punto de vista de la tecnología aeronáutica china, hacia bases de Asia Central. Como el gobierno chino había anunciado que aquel agosto realizaría ejercicios militares conjuntos con Rusia, las fotos tomadas por satélite de los cazas Chengdu J-20estacionados en los desiertos del Turquestán no despertaron curiosidad en Langley y fueron archivadas.
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Tras años de batallas presupuestarias en el Capitolio, el ejército estadounidense ya no era tan poderoso ni tan veloz a la hora de desplegarse como lo había sido en los últimos años del siglo XX. Solo dos de los ocho Grupos Aeronavales de Ataque que quedaban estaban en servicio activo todo el tiempo, uno en el Pacífico occidental y otro desplazándose constantemente entre el Mediterráneo y el océano Índico; el transporte por mar o por aire constituía un desafío creciente, y requisar temporalmente aviones de la flota aérea civil, un pilar de la planificación del Pentágono a finales del siglo XX, ya no era tan sencillo ahora que los viajes en avión volvían a ser un lujo reservado a los ricos. Aun así, las unidades asignadas a la primera fase de la operación tanzana —la 101ª División Aerotransportada, la 6ª División de Caballería Aérea y la 1ª y 2ª Divisiones de Marines— estaban habituadas a conseguir rápidamente los medios de transporte necesarios y poner rumbo a los confines del mundo.Las primeras unidades de la 101ª División Aerotransportada aterrizaron en Nairobi a mediados de mayo, cuando la temporada de fuertes lluvias había pasado y estallaban los primeros disturbios en Dar es Salaam. Para cuando, el 20 de junio, el presidente Weed pronunció su famoso discurso en Kansas City denunciado las atrocidades que, según él, había cometido el gobierno tanzano y proclamando en términos grandilocuentes la solícita disposición de Estados Unidos a apoyar la cruzada por la libertad en todo el mundo, las cuatro divisiones al completo se estaban instalando en bases de reciente construcción en las tierras altas al sur de Kajiado, no lejos de la frontera con Tanzania. Por ellas deambulaban también personal de logística y contratistas civiles, preparándose para la llegada de dos divisiones blindadas, enviadas en barco desde Alemania, que completarían la fuerza de asalto terrestre, y del grueso de los suministros para el ataque, que estaban en camino por mar desde Diego García.Mientras tanto, tres Grupos Aeronavales de Ataque, encabezados por los portaaviones nucleares USS Ronald Reagan, USS John F. Kennedy y USS George Washington, navegaban a velocidad de crucero hacia un punto de encuentro en el oeste del océano Índico, donde se reunirían con las naves que trasladaban las divisiones blindadas desde Alemania y con una docena de grandes navíos de abastecimiento del Escuadrón Marítimo de Apoyo con base en Diego García. Dos brigadas de cazas de la fuerza aérea ya habían sido asignadas a la operación, y llegarían justo antes de que los portaaviones alcanzaran su radio de acción operativo; estos y los aviones de los portaaviones se encargarían de inutilizar la fuerza aérea tanzana y destruir objetivos militares a lo largo y ancho del país durante las dos semanas que las divisiones blindadas necesitarían para desembarcar, unirse al resto de las fuerzas e iniciar el asalto terrestre. Era el plan habitual para la rápida eliminación de las modestas fuerzas militares de un país mediano del Tercer Mundo; la única pega era que el ejército estadounidense ya no se estaba enfrentando a un país mediano del Tercer Mundo.
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En épocas de paz, agosto y septiembre son los meses de la temporada alta turística en África oriental; tierra adentro, lejos de la siempre húmeda costa, el clima es fresco y seco, y las extensas planicies del interior son fáciles de recorrer. Puesto que las planicies con clima fresco y seco están entre los mejores lugares del mundo para un ataque con tanques y helicópteros de combate, esos fueron también los meses que los planificadores del Pentágono asignaron a la Operación Antorcha Ardiente, la liberación de Tanzania. Informes enviados a Weed a finales de julio perfilaron los últimos detalles, y el presidente aprobó y firmó las órdenes finales para la invasión. El secretario de Defensa miró desde el otro extremo de la habitación, en silencio y con el ceño fruncido. Aunque muchas veces había intentado plantear la posibilidad, remota pero sin duda real, de que los chinos tomaran represalias, había tenido que ver como Weed desestimaba sus advertencias y como la consejera presidencial de Seguridad Nacional y el vicepresidente Gurney las ridiculizaban en su presencia. Tan pronto como esa maldita guerra acabara, se dijo a sí mismo por enésima vez, presentaría la dimisión.A través de las ventanas de la Casa Blanca, en la distancia, apenas se podía ver a un pequeño grupo de manifestantes que mantenían una vigilia más bien apática en la zona de libre expresión destinada a tales propósitos. Los peatones pasaban apurados, ignorando los eslóganes que coreaban y los carteles de protesta. Era otro verano terriblemente caluroso en Washington DC, parte de la “nueva normalidad” de la que los medios de comunicación empezaron a hablar cuando ya no pudieron evitar mencionar la mutación que estaba sufriendo el clima. Más allá de la capital, medio país era víctima de una nueva sequía salvaje; los estados de Iowa y Georgia acababan de suspender el pago de sus deudas, enturbiando los mercados financieros; en todo el sudeste las miradas se dirigían nerviosas hacia una tormenta tropical que se estaba formando en las islas de Sotavento, en las Antillas Menores del Caribe, y que reunía todas las condiciones para convertirse en el primer gran huracán de la temporada.Lo que muchos observadores perspicaces recordaron tiempo después fue el malhumor que ese verano se apoderó del país. Solo los medios y los políticos más desvergonzados trataban de fingir que la inminente guerra con Tanzania no era sino por el petróleo; el índice de aprobación del presidente se mantenía bien por debajo del 25 por ciento, aunque era aún tres veces superior al del Congreso y estaba por encima del de cualquier candidato creíble que pudiera presentar el otro partido; los expertos de siempre lanzaron los manidos clichés de siempre, pero los únicos que les prestaban atención eran los propios expertos. En toda la nación y a lo largo de todo el espectro político, la paciencia del pueblo estadounidense estaba a todas luces agotándose.Quines estaban insatisfechos tenían infinidad de motivos para estarlo. La pertinaz depresión económica que se había apoderado del país desde 2008 no daba señales de atenuarse, y ello a pesar de los repetidos rescates al sector financiero —cada uno de ellos anunciado como la clave para el regreso de la prosperidad— y de las repetidas elecciones, en las que cada candidato aseguraba tener ideas nuevas y frescas aunque luego, una vez electo, repetía las mismas políticas fracasadas. El boom del fracking de principios de la década de 2010 prácticamente había caído en el olvido; los precios de la energía eran altos y seguían aumentando; ese verano la gasolina se disparó hasta alcanzar los 7 dólares el galón antes de retroceder casi por completo a los 6,50 dólares iniciales. Nada de todo esto era nuevo, pero parecía enervar el estado de ánimo nacional más poderosamente que en el pasado. En breve, todos estos factores alimentarían una explosión… pero antes se producirían otras.A fines de julio, la fuerza expedicionaria para la invasión se congregó en el océano Índico, a casi dos mil millas al este de la costa keniata. El almirante de flota Julius T. Deckmann, comandante en jefe de la fuerza, se aseguró de que todo estaba en orden antes de disponer que se avanzara rumbo al oeste. Deckmann, un oficial de carrera con media docena de misiones de combate a sus espaldas, había aprendido a confiar en su intuición, y esta le decía que había algo que no andaba bien. Desde el puente de mando del USS George Washington, el buque insignia, evaluó el aspecto de la flota, sacudió la cabeza y ordenó que despegaran los drones de reconocimiento. Las imágenes en tiempo real enviadas por los satélites espía estadounidenses no mostraban nada fuera de lo común; la información suministrada por el avión AWACS que sobrevolaba la flota a gran altitud así lo confirmaba, y también la transmitida por los drones. Deckmann siguió preocupado mientras los días transcurrían sin novedad y la fuerza expedicionaria se aproximaba al África oriental.La flota alcanzó sin mayores contratiempos la posición asignada frente a la costa keniata. Las últimas novedades llegaron a través de un enlace seguro vía satélite desde Washington: las brigadas de cazas de la fuerza aérea habían llegado y estaban listas para entrar en acción; el Consejo Libre Tanzano, el gobierno títere en el exilio pergeñado por el Departamento de Estado, había llamado a “las naciones del mundo” a liberar su país, un ruego que todos sabían que iba dirigido a una sola nación; los mercenarios controlados por la CIA que formaban la vanguardia de la segunda fase del levantamiento, la violenta, se habían retirado de Dar es Salaam, abandonando a los cuadros locales a su suerte, y se habían trasladado a la frontera keniata para abrir camino a la invasión. Deckmann se aseguró de que todos los buques de su flota estuvieran listos mientras el sol se ponía en medio de una neblina roja sobre la distante costa africana.Muy pocos de los involucrados en la guerra durmieron demasiado aquella última noche antes de que el jaleo comenzara. En los tres portaaviones y en dos aeródromos recién construidos en el sur de Kenia, las tripulaciones trabajaron toda la noche para poner a punto los aviones para el combate, desconocedores de que otras tripulaciones estaban haciendo lo mismo a miles de kilómetros de distancia en Asia Central. Los soldados de las dos divisiones blindadas que habían sido trasladadas desde Alemania se prepararon para un desembarco en Mombasa que la mayoría de ellos no vivirían para ver. En Dar es Salaam y Nairobi, los presidentes se reunieron con sus gabinetes y luego se dirigieron a búnkers fuertemente custodiados; en el resto del mundo, jefes de Estado leían informes de los servicios de inteligencia y se preparaban para la crisis.Dos horas antes del alba en África oriental, la espera terminó. Le pusieron fin dos personas. Una fue el almirante Deckmann, cuyas impetuosas órdenes dieron el pistoletazo de salida al despegue de los primeros cazabombarderos desde la cubierta del George Washington y al lanzamiento de los primeros misiles de crucero Tomahawk. La otra fue un oficial en un centro de mando situado en lo más recóndito de Asia Central, que observó el despegue de los aviones y el lanzamiento de los misiles gracias a un drone indetectable —uno de los tres que habían estado siguiendo al George Washington desde que atravesó el canal de Suez, y que ahora sobrevolaba la flota a gran altitud—. Mientras las imágenes infrarrojas mostraban los aviones y los misiles abriéndose paso hacia Tanzania, el oficial tecleó algo rápidamente y luego apretódos veces “enter”. Con la segunda pulsación, dio comienzo la respuesta china.